Pasamos un día en el Centro Espacial Kennedy, juntos.
Entramos en el primer pabellón, pasando frente a las antiguas cápsulas y a los primeros sueños de vuelo. Unos minutos después ya estábamos “rumbo a Marte” en una pequeña simulación tan divertida como desorientadora.
El almuerzo fue barbacoa.
Un salón de baile convertido en una pequeña isla solo para nosotros.
Pollo ahumado, costillas y galletas.
Buena comida y buenas vibras.
Luego llegó el recorrido en autobús.
El Vehicle Assembly Building elevándose sobre nosotros.
Vimos unos cuantos cerdos salvajes y caimanes, lo más típico de Florida.
Terminamos en las plataformas de lanzamiento de NASA y SpaceX, ahora silenciosas pero llenas de historias.
La tarde fue la parte que más nos hizo reír.
Una misión de realidad virtual en Marte, recogiendo muestras.
Un desafío de microgravedad donde flotábamos arreglando una estación espacial.
Todos se veían ridículos, lo que hacía más fácil confiar unos en otros.
Ese era el punto.
Después llegó Atlantis.
Una nave real suspendida en el aire, símbolo de los primeros días de la reutilización y del esfuerzo por traer un cohete de vuelta a casa.
Y por último, el memorial.
Nombres, rostros, pequeños objetos que alguna vez pertenecieron a personas que vivieron para algo más grande que ellas mismas.
Ahí dejó de ser sobre el espacio.
Se volvió sobre las personas detrás de cada lanzamiento.
La confianza. Los roles. El valor.
Algunas lecciones se quedan contigo.
Y la que nos trajimos de vuelta es que:
Todo proyecto, incluso los que no son alunizaje, necesita de cada uno de nosotros para tener éxito.
