Comenzó con solo 14 personas en una sala.
En 1950, podías contar a los químicos de sabores del mundo con los dedos de las manos.
En aquella época, las empresas alimentarias experimentaban con la nueva química de la posguerra: aldehídos, cetonas, ésteres… pero no había reglas. Cualquiera podía llamarse a sí mismo “flavorist”.
Eso cambió en 1954, cuando un pequeño grupo se reunió en el Chemists’ Club de Nueva York y fundó la Society of Flavor Chemists, Inc.® (SFC). Para unirte, necesitabas siete años de aprendizaje, un examen escrito y evaluaciones sensoriales. Sin atajos. Sin títulos prestados.
Hoy en día, aún existen solo unos 500 flavorists certificados en todo el mundo. Menos que el personal de un solo hospital. Sin embargo, su trabajo decide si un refresco “clean-label” mantiene su sabor en el estante o si un caramelo nostálgico sabe como lo recuerdas.
Esta es la realidad en la mayoría de los laboratorios de sabor: pequeñas decisiones lo determinan todo. Tomemos la vainilla. Si los primeros segundos resultan demasiado amaderados o una lactona arruina el final, la muestra vuelve a ser retrabajada. Esa disciplina, ese aprendizaje, los exámenes, los paneles sensoriales… son la columna vertebral de la profesión.
Cada uno de nosotros ha probado su mano invisible. En el café. En los dulces. En los refrescos.
La historia secreta de los flavorists es un relato de disciplina. Un arte construido poco a poco, persona por persona, molécula por molécula.
Y quizá la verdadera pregunta sea esta: la próxima vez que pruebes algo familiar, ¿pensarás en el químico que lo hizo posible?